domingo, 22 de julio de 2012

Discapacidad cívica

Una tarde, platicando con amigo afuera de una conocida plaza comercial, llegó un automóvil y ocupó el lugar reservado para discapacitados. El estacionamiento estaba lleno y los únicos lugares libres eran dos espacios para discapacitados. La respuesta lógica del conductor fue ocupar ese espacio, no obstante que no venía ahí ninguna persona que lo necesitara. Desde luego, quien se bajó era un hombre sano, pero claramente discapacitado de valores cívicos. Ante mi indignación, mi amigo de quien omito su nombre y que sólo diré que vende bebida de cebada en el bulevar Independencia, justificó el suceso por el modelo de coche del individuo.

¡Vaya cosa! No sabía quién me había indignado más. Si el discapacitado cívico, o el que justifica imbécilmente por el nivel económico. Como si el dinero nos hiciera mejores ciudadanos. Ahora comprendo mejor la indignación de Mario Vargas Llosa en su último libro, donde habla sobre la frivolidad de la civilización del espectáculo.

Desde esa óptica, cuando algo falla en la ciudad, la culpa siempre será del otro, pero nunca de uno. En consecuencia, lo más fácil es culpar a los otros: el gobierno es el blanco favorito. Al mismo tiempo es un lugar común. Tan común, que en esa “normalidad” ocultamos nuestra responsabilidad. En otras palabras, el gobierno proviene de la sociedad y la refleja. Sólo que ese reflejo no nos gusta y por eso lo vituperamos hasta el cansancio.

Hace un par de años, en el 2010, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, realizó un extenso estudio nacional sobre la discriminación y las prácticas de convivencia. En Torreón se aplicó una muestra representativa de 1064 cuestionarios. Explorando los resultados, encontré que el 25 por ciento de lo torreonenses les parece bien ocupar indebidamente los lugares reservados para los discapacitados. Esto significa que 1 de cada 4 ciudadanos se estaciona en esos lugares aunque no los necesite. De manera empírica, observen cuando vayan la próxima vez al supermercado, cómo es una práctica bien aceptada. Desde esa cultura, el desprecio por el lugar común, es el desprecio por los demás.

Esa simple conducta revela en mucho lo que somos como sociedad y sobre todo, lo que no estamos dispuestos a hacer. Por lo mismo, el dato expresa una clara discapacidad cívica. Es lo que Robert Putnam llama un déficit de capital social.

Ante la crisis de seguridad, en los últimos años se ha vuelto casi obligado decir que se necesita reconstruir el tejido social. Lo dicen a diario los políticos a falta de ideas y responsabilidad. Lo dicen los periodistas cuando descubren una solución a la degradación social. Incluso, se habla de la “reconstrucción del tejido social” como si fuera La Receta a nuestros males sociales. Vamos, hasta se escucha sofisticado en una conversación pronunciar esas dos palabras.

Pero mejor dejemos los conceptos a quienes estudian el tema y veamos el entorno inmediato. Porque antes de sorprendernos con la inseguridad en nuestra ciudad, habría que observar cómo nos comportamos, cómo convivimos y sobre todo, qué hacemos nosotros. No lo perdamos de vista. El problema no viene de fuera, sino de nosotros mismos.

Cuando una sociedad pierde el sentido de su espacio público, cualquier cosa es posible contra sí misma. Hay mucho que podemos hacer en la vida diaria por nuestro entorno inmediato. En ese sentido, la cultura cívica no es un accesorio, es ante todo una práctica que requiere de personas dispuestas a ejercerlas. Sin ánimo de propaganda, pero necesitamos más civilidad y menos discapacidad.

22 de julio 2012
Milenio http://laguna.milenio.com/cdb/doc/impreso/9153815